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Pichicho

Tiene nueve pisos y tres subsuelos y no se sabe para que se usará. Es enorme y está tapado desde hace años con publicidades que cada tanto se cambian. A pocos metros, el obelisco le hace sombra en los días de sol. Pero hoy no, porque es un día gris de junio. Todos los días paso por delante y levanto la vista hacia la inmensa tela publicitaria. Se ve una chica que sonríe hablando por un celular nuevo, y atrás de ellas tres siluetas de personas a lo lejos. Cuando yo era chico funcionaba ahí el Banco Hipotecario, lo recuerdo porque con mi mamá íbamos ahí a hacer trámites. Miro hacia arriba y me parece que la chica del afiche me mira, ¡que buen efecto tiene esa publicidad! Sigo mi camino por Carlos Pellegrini hacia Sarmiento.

Hace poco empecé a soñar con el edificio, sueño que puedo entrar y que está como hace veinticinco años. Entonces empecé a investigar, la única calle que no cambió de nombre es el pasaje Carabelas. Las otras, Sarmiento, Teniente General Juan Domingo y Carlos Pellegrini, se llamaban antes Cuyo, Cangallo y Artes. A veces me parece que oigo ruidos, voces, llantos que vienen de su interior. Ideas mías, claro, por el viento que sopla entre la tela y las chapas que recubren el edificio. Le saco una foto con el celular desde abajo.

Cuando bajo la vista veo un viejito, muy viejito, de pelo muy blanco, con bastón, gorra de cuadritos marrón, saco y pantalón de pana. Está parado, torcido, mirando a los paneles que tapan la entrada, apoyado en su bastón.

– ¿Se encuentra bien? Le pregunto.

-Busco al Pichicho, se me escapó, me contesta, se metió ahí, me dice señalando con su dedo chueco el edificio.

– ¿Se metió en el edificio? Le vuelvo a preguntar. Gira hacia mí sus pupilas lechosas de cataratas y me dice:

– ¿Me ayudás? Y después, bajando el mentón con vergüenza: ese perro es lo único que me queda.

-Mire, por ahí no podemos entrar, la brecha es muy chica.

-Pobre Pichicho, se lamenta, y ahora qué voy a hacer…

Me acerco al hueco por donde se metió el perro, y veo que la chapa está suelta, que raro, nunca se me había ocurrido fijarme en eso. Corro el panel y entro con el celular en modo linterna. El viejito me sigue. Entramos en el edificio casi a gatas. Está vacío, sucio de polvo y telarañas y el eco de nuestros pasos y nuestras voces me ponen incómodo. Avanzamos un poco en lo que era el hall del edificio cuando el viejito me dice señalando las escaleras:

-Es por ahí…

Voy bajando las escaleras con la luz del celular y atrás mío viene el viejito, agarrándose de la baranda. De repente me dice:

  • ¡Ahí lo vi! ¡Pichicho!

Y veo un cusquito negro y marrón, petisito, un dachshund. Corro hacia abajo para atrapar al perro escurridizo cuando oigo un grito:

  • ¡Aaaaahhh! Es el viejito.

Me doy la vuelta y subo los últimos escalones, pero no lo veo. ¿A dónde fue? ¿Qué tan rápido se puede haber ido? Entonces oigo ruidos que vienen del piso de abajo.

Llego al primer subsuelo y veo una luz verdosa que cuelga de una lamparita que se balancea a penas en el medio de la habitación. Todo el resto está oscuro y frío, con un olor como a río, a arcilla, a plantas podridas y una sensación de humedad que viene de las paredes mohosas.

 En una de las esquinas, casi en la oscuridad, veo a una persona parada, de cara a un rincón. Me acerco y le doy la vuelta, parece un muchacho joven, pero está lívido, empapado, cubierto de algas, con los ojos exorbitados y la boca abierta.

– ¿Hola…? Le digo.

Me escupe un pez y se desmorona en el suelo. No me atrevo a tocarlo, siento que me falta el aire, miro a dónde está la salida y vuelvo a la escalera, pero hacia arriba está tapiada, sólo puedo bajar. Se oyen ruidos de golpes, de frenadas de coches, de cosas que se caen, y un olor a barro, a putrefacción. Avanzo y veo otra luz, casi idéntica a la anterior, sólo una lamparita amarillenta colgada de un cable que oscila levemente y una persona que me da la espalda en el medio de la sala.   Me reconforta ver que no tiene algas, así que me acerco suavemente:

– ¿Disculpe…?

La cosa se da vueltas y es un cadáver carcomido por los gusanos que entran y salen de sus órbitas, le corren por entremedio de los huesos de los brazos y piernas. Grito en mi desesperación y el cadáver se cae a pedazos sobre el suelo. Salgo corriendo de ahí y vuelvo a la escalera que está otra vez tapiada, sólo puedo seguir bajando.

Llego al tercer subsuelo y ya no hay nada de aire, hay un olor a sudor rancio y orina y a miedo en este lugar. Entro a la sala y debajo de la luz pálida, en el medio de la sala está sentado el viejito, en un sillón de cuero, algo desvencijado, con su bastón en la mano y el perrito al lado.

-Acá estaba, le digo, un poco más tranquilo.

Está sentado, pero tiene una actitud extraña, algo raro en la mirada, como fija en algo que no se ve.

-Así que tenías un mimeógrafo, me dice.

– ¿Qué? Le digo sin comprender.

La luz comienza a oscilar fuertemente y me molesta en los ojos, pero veo que el viejito ya no está tan torcido, de golpe se para muy derecho, está más joven y con una actitud marcial y dura. El perro en vez del pichicho ahora parece un rottweiler en posición de ataque.

– ¡Firmes! Dice, 452, ahora te toca a vos.

 El hombre se sienta cruzándose de piernas en el sillón que ahora brilla lustroso, y el moloso se sienta a sus pies. No entiendo, pero siento como me corre electricidad por el cuerpo, mientras oigo gritos de gente cerca y golpes.

-Ahora vas a decir quién te dio el mimeógrafo, dice con voz dura pero pausada, mientras fuma y sacude la ceniza que va a parar al piso. Siento la electricidad que me tensa los músculos mientras él sigue hablando:

-Ustedes zurdos de mierda, ustedes, manga de subversivos quieren hundir el país en el comunismo.

Un escalofrío me recorre y empiezo a transpirar, siento que me empiezo a descomponer. Me mira fijo y se sonríe con una sonrisa carnicera, mientras el perro me mira fijamente. Suelta una carcajada espectral que retumba:

-Ahora vas a cantar, o traigo a tu vieja acá.

Trato de respirar y calmarme, pienso que no puede ser, son ideas mías si yo entré esta mañana, tengo que salir. Veo una leve claridad en un rincón, como si viniera de un tragaluz, mientras me digo mentalmente “son ideas mías”. Voy repitiendo en voz cada vez más alta: son ideas mías-son ideas mías y me levanto con mucho esfuerzo, empujo al viejo al suelo y corro hacia la luz que se hace más intensa, más cálida.

Miro para abajo y está la chica que sonríe con su celular. Más abajo todavía, la gente camina por Carlos Pellegrini como un mediodía normal, como todos los días. Alguno levanta la vista y quiero hacerle señas, pero no me ve entre las cuatro siluetas del afiche.

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