Paz perpetua
En medio de la noche, las luces del coche cortando la oscuridad. Magdalena Vázquez preparó el mate corto, rutero, para la cuarta ronda de la noche. Cuando iba a pasárselo a su marido, levantó la vista al frente y dejó el mate en suspenso:
-Juan Carlos, ¡el auto echa humo!
Juan Carlos frenó a la vera de la ruta y levantó el capó del coche, mientras se oía el tiki tiki de las luces de emergencia.
-Será de Dios! Dijo, malhumorado. Se nos pinchó el radiador, no podemos andar mucho.
Los dos adolescentes sentados atrás, se revolvieron un poco y soltaron una especie de gruñido antes de seguir durmiendo, indiferentes a lo que pasaba en la parte de adelante.
-Oí, dijo Juan Carlos a Magdalena, hay agua cerca. Se oía el agua en movimiento y el viento en las totoras al borde del agua.
Bajaron con una botella y se acercaron al agua que estaba a unas decenas de metros de la ruta. Era un río, con un salto de agua al lado del cual un cartel que indicaba
“atención, turbina hidroeléctrica”.
Cargaron agua y volvieron al auto. Se subieron y arrancaron a baja velocidad, para encontrar a unos cuantos metros un panel de dirección:
General LaForge, 10 km.
Laguna del Indio, 5 km.
Paz perpetua, 2 km.
La familia arrancó de nuevo. Santi, de 19 años, con el pelo enmarañado, se despertó de su medio sueño, Martina, de 18, no pareció inmutarse.
– ¿A dónde vamos? Preguntó Santi a sus padres.
-A Paz Perpetua, a que nos arreglen el radiador, le contestó la madre.
El río hacía una curva rodeando el pueblo. El auto se estacionó en la plaza central, frente a la estatua del prócer local. Todo estaba silencioso. Sólo se oían los grillos, el viento y el agua. En lo profundo de la noche pampeana se adivinaban casas, algunas con luces tenues encendidas todavía.
-Es muy tarde para golpear puertas, quedémonos acá hasta que amanezca, dijo Juan Carlos.
Magdalena asintió. Juntos se acomodaron lo mejor que pudieron para esperar el alba.
Cuando se estaban quedando dormidos, se sintieron pasos, y cuatro linternas apuntaron directamente adentro del coche. Juan Carlos y Magdalena despertaron a Santiago y Martina y bajaron la ventanilla restregándose los ojos.
-Quienes son ustedes, preguntó la voz potente y masculina detrás de la linterna, barriendo el interior del coche.
– Soy Magdalena Vázquez, contestó ella.
-Se nos rompió el radiador, dijo él, Soy Juan Carlos Vázquez, vinimos hasta acá a ver si alguien nos lo podía arreglar.
Las tres otras linternas se acercaron y barrieron el interior del coche, encandilando las caras espantadas de los chicos.
-Son nuestros hijos, dijo Magdalena, a punto de sollozar.
Entonces se oyeron cuatro carcajadas al unísono.
-Bienvenidos, soy el comisario, abogado y juez de paz, de Paz Perpetua, Víctor Falcón a sus órdenes, se presentó la primera voz. El comisario era imponente, alto, ancho, de unos 60 años, vestido de uniforme impecable, a pesar de la madrugada.
-Yo soy Hermes Eusebio Terreiro, dijo la segunda voz, suave y pausada, que emanaba de un elegante y saludable hombre de unos 55 años. Soy el alcalde y dueño de casi todas las tierras, y les estrechó la mano a través de la ventanilla. -Acá le presento al dueño del bar.
Jerónimo Tomaselli era de esa estirpe que se describiría de vende humo. Eminentemente simpático y entrador, una sonrisa que inspiraba confianza fija en los labios, mientras parecía hacer un escaneo de cada uno de los miembros de la familia.
-Encantado, dijo, Tomaselli sen encarga de la diversión de este pueblo, fiesta, fiesta, fiesta. Y él es nuestro guía espiritual, dijo señalando al cuarto, Lucius.
El gurú, delgado, etéreo, vestido de plateado con un traje de inspiración hindú, y con una voz muy suave, casi infantil agregó:
-Díganme Luz.
Los llevaron a las habitaciones en el primer piso del bar, que funcionaba como hotel alojamiento, casino clandestino, pero a todas luces conocido de todos, antro de venta de alcoholes y cigarrillos y sede de lotería. Los dejaron instalarse en dos habitaciones prolijas con cortinas celestes y cubrecamas bordados que parecían herencia de alguna abuela.
Al otro día, la familia bajó al bar. Se dirigieron al bar de Tomaselli donde el dueño los recibió.
-Tomaselli ya se ocupó de su auto, la pieza llegará mañana.
-Bien, ¿cuánto le debemos?
-Nada.
-No lo puedo aceptar, dijo Juan Carlos, les dimos muchas molestias.
-Ustedes son invitados del pueblo, nosotros cuidamos a los nuestros, relájese, están con Tomaselli.
Un rato después, Juan Carlos revisaba el motor de su coche, mientras Magdalena le cebaba mate y le alcanzaba las herramientas. Atrás, los dos chicos, Santi y Martina, jugaban con sus celulares.
Lucius se acercó, se saludaron y se pusieron a conversar.
-Sus hijos partirán pronto, le dijo mirando el vuelo de los pájaros.
– ¿Por qué dice eso? Preguntó Magdalena.
-Son jóvenes, todos los jóvenes se van del pueblo.
-Nos vamos todos mañana en cuanto llegue la pieza, afirmó Juan Carlos, atornillando las piezas con más fuerza.
-¿Prefieren una casa de dos pisos o con jardín? contestó Lucius con su modo ligero.
Juan Carlos y Magdalena se miraron, cuando se oyeron unos pasos.
-¡Hermes! ¿Es cierto que habrá fiesta esta noche?
-Si claro, por la partida de los chicos, contestó el Alcalde.
-No entiendo, los chicos no se van, dijo Magdalena angustiada.
– Es el orden natural de las cosas, le dijo Hermes con tono paternal. Ya lo van a entender, es así desde siempre, verá cómo estarán mejor.
Subido a una escalera y colgando lamparitas, Falcón silbaba bajito.
-Tranquilo, ¿sabe lo bien que le irá en este pueblo? Sólo queremos ayudarlos.
-Nos vamos, ya está decididísimo.
-Por la casa ya está resuelto con Terreiro, el administra las propiedades del pueblo que no tienen dueño.
– ¿Como que no tienen dueño? Preguntó Juan Carlos.
-Bueno, dijo Falcón, rascándose la oreja, los dueños no están más, eran unos indios salvajes que sacamos arando de acá.
Magdalena, indignada le espetó:
-Pueblos originarios querrá decir, todos tenemos algo de ancestros de ellos.
-Miramos el futuro, no el pasado, y esa gente no se adaptaba. contestó Falcón dándose la vuelta y subiéndose de nuevo a la escalera. Mejor así. Mire, ahí viene Lucius.
El gurú se acercaba vestido de blanco.
– ¡Hola, amigos! Sepan que esta noche es una fecha muy especial, habrá niebla brillosa, veremos energías encontradas y fuegos fatuos.
-Mañana bien temprano nos vamos de este lugar, dijo Juan Carlos, cada vez más irritado.
-…Se abrirán portales y se cerrarán historias, y terminaremos con un rico festín, contestó Lucius, a la vez que Falcón se partía en una carcajada sonora.
Los Vázquez se fueron a su cuarto a armar sus valijas. Ya tenían todo listo, cuando oyeron música y voces, pero no quisieron bajar a la fiesta.
Asomándose por la ventana observaron una neblina brillosa, como cargada de purpurina que envolvía las calles del pueblo. Entonces se sintieron mareados, invadidos por un sopor repentino y se desmayaron, junto a Santi y Martina.
A la mañana siguiente, cuando despertaron, desorientados y sudorosos, estaban solos. Buscaron a los chicos, pero no había rastro de ellos. Bajaron al bar y se encontraron a los cuatro hombres almorzando, sentados en una mesa.
-Tomaselli resuelve, ya está arreglado el auto, dijo el dueño del bar, masticando ruidosamente.
– ¡Donde están los chicos! dijo Magdalena preocupada.
– Ya no están, contestó Terreiro, limpiándose la boca.
– ¿Cómo se van a ir sin nosotros? Insistió Magdalena, ya desesperada.
– ¡Haga algo! Le dijo Juan Carlos yéndose encima de Falcón.
El comisario apenas se inmutó, y poniendo al lado del plato la servilleta le dijo:
-No hay nada que hacer, ya no están, siempre sucede así con los jóvenes después de la niebla. Magdalena rompió en llanto, con una mezcla de rabia y angustia.
– ¡Vamos Magda, vamos a buscarlos! No pueden estar muy lejos…
– Llévense una viandita para el camino, dijo Lucius con una sonrisa beata, tendiéndoles dos sándwiches de carne.
Juan Carlos y Magdalena aceptaron y salieron hacia el auto.
-No se preocupen, cuando vuelvan su nueva casa estará lista. Ya está todo arreglado, concluyó Lucius, volviendo a la mesa.
Los cuatro hombres siguieron comiendo sus porciones de carne, con la mayor de las indiferencias.
-Muy rico esto, no pensé que iban a ser tan sabrosos cuando llegaron, dijo Falcón.
-Sí, esta vez te quedó seco, pasáme el chimi, dijo Terreiro.
-La chica, en cambio es un poco más tierna, contestó Lucius, relamiéndose.
-Me extraña, la carne de ternera siempre es la mejor, dijo Tomaselli.
Y los cuatro se rieron juntos.