Lazos de Amor
Estoy tomando mi café, viendo como cae la lluvia en montones de gotitas minúsculas como prismas de luz agitadas por el viento. El invierno se anuncia crudo este año, y tendré que comprar un abrigo nuevo, pienso. Me queda poco tiempo para disfrutar de mi desayuno antes de salir al trabajo, será un día muy largo y son los minutos que me quedan antes de que me trague la urgencia del día. Suena el teléfono y contesto, extrañada por la llamada tan temprana:
-¿Hola?
-Hola, ¿Ximena Manzanares?
-Sí, soy yo, dígame. Su voz me resulta vagamente familiar, y temo algún anuncio de publicidad o venta que me retrase a esta hora de la mañana.
-Su madre, tiene que venir a verla, soy Amalia la vecina, ¿recuerda que me dejó su número por cualquier cosa?
-Sí, pero no puedo hoy, le digo, ya fastidiada.
– No, no, tiene que venir ahora. La cuidadora no vino y ella está sola. El chico de los mandados tampoco pasó, no sé si tiene comida, no me contesta, no sé si está o no me quiere abrir.
De mala gana, acepto y cuelgo. Llamo al trabajo para avisar que llegaré más tarde. Salgo a la calle y me dirijo a José Cubas y Campana, donde vive mi madre. La calle conserva su empedrado y sus árboles frondosos. De a ratos se oye el tren de la línea Urquiza llegando a la estación Libertador.
La casa está casi en la esquina, es una casa que antiguamente tenía un local al frente y luego se subdividió, por lo que sólo da a la calle una puerta de hierro que conduce a un pasillo descubierto muy largo que desemboca en otra puerta, esta vez de madera y vidrio repartido que es la puerta de entrada a la casa. Voy caminando a lo largo del pasillo mojándome, pensando que irremediablemente llegaré tarde y que Matilde intentará retenerme con sus chusmeríos sobre las vecinas.
Llego a la puerta y toco, constato que la pared está descascarada y la puerta necesitaría una buena mano de pintura.
-¿Quién es? Pregunta la voz desde adentro.
-Soy yo, Ximena, abrime.
-¿Ximena?
-Sí, Matilde, soy yo, tu hija Ximena, pasé a saludarte, te traje bizcochitos de grasa.
– ¿Por qué venís hoy?
– Ay, dale mamá, entro que me estoy mojando toda, le digo exasperada Saco de mi cartera un manojo de llaves, se oye el chirrido de la cerradura y la puerta se abre.
Desde la última vez que la vi, mi madre está más flaca, y más petisa, como un pajarito herido. El vestido de florcitas azules le flota sobre el cuerpo y el suéter gris encima de sus hombros le cuelga. Los pies con medias gruesas metidos en las pantuflas de peluche parecen muy grandes para sostener tan pequeño cuerpo.
Miro el espacio y veo que la casa está en penumbras, las cortinas cerradas y las persianas bajas no dejan entrar casi nada de luz. Hay un olor a humedad, a flores podridas y a papel viejo que me asalta los sentidos. Hace frío, mucho frío en la casa. Los macetones rebosantes de chlorophytum están por todos lados. Una televisión a todo volumen inunda la sala.
-¿Cómo estás mamá? Le pregunto, mirando las paredes viejas y los muebles polvorientos.
-Hace mucho que no venís, nena.
-Sí, lo sé, pero vine hoy. ¿Podés bajar la televisión?
-Está trabado el botón, me dice, mirando a su alrededor.
Me dirijo al televisor y lo desenchufo.
-¡No! Se exclama Matilde, espantada.
-No pasa nada, es por un rato. Me dirijo a la cocina y pongo una pava de agua a calentar. Me dirijo a las ventanas y corro las cortinas, abro las persianas y dejo entreabiertas las ventanas para que ventile. Me dirijo a la otra pared para encender la calefacción cuando Matilde me ataja:
-Se rompió la semana pasada.
-Hoy te compro una, mamá. Me siento algo culpable de no haber venido en meses, aunque el dinero que le mando es suficiente para pagar las personas a su servicio.
-No importa, no siento frío.
-¿Dónde está Emma? ¿No vino, hoy?
-No sé, no me avisó y no vino. Para mí no viene más.
– Si cobró la semana pasada y no me avisó que no seguía. ¿Qué le dijiste?
Mientras hablamos la pava silbadora nos avisa que el agua llegó a punto de hervor.
-Se me pasó, le digo, le pongo un poco de agua fría, ¿está bien?
-Y que te voy a decir, así no se hace el mate.
-Bueno mama, pero estoy medio apurada, es día laboral hoy, me avisó Amalia que no había venido Emma, por eso vine. ¿Y Sebastián tampoco vino?
-No, ninguno vino.
Llevo la pava y el yerbero frente a ella.
-Que te anda pasando, mamá, ¿te peleaste con Emma y Sebastián? Le digo mientras tomo el primer mate.
-No, lo que pasa es que ellos son caprichosos, quiere hacer lo que les da la gana.
-Qué raro, siempre te trataron muy bien. Me voy a lavar las manos, ¿sí? Le dejo el mate adelante.
-No!
-¿Cómo no? Me encamino hacia el baño, y paso por delante de la puerta de su habitación, donde veo que la cama está deshecha y hay ropa por el suelo. Entro y levanto la persiana, para entreabrir la ventana, con el fin de que circule aire. Vuelvo al pasillo, paso por delante la segunda puerta, la que era de mi cuarto, y la veo cerrada. Cuando voy a abrirla oigo la voz de mi madre:
-Dejá que esta todo sucio, vení a tomar mate mejor.
-Trato de ventilar la casa mama. Empujo la puerta, pero está cerrada con llave. Sin embargo, oigo algo del otro lado de la puerta. Son como gruñidos de animales muy sofocados y unos golpecitos repetidos.
-¿Dónde está la llave de mi cuarto, mama?
-No sé dónde quedó.
-¿Cómo no sabés dónde quedó? Puede haber ratas ahí dentro, hay que abrir. Voy hasta mi cartera y saco el manojo de llaves.
Mi madre se levanta con sorprendente rapidez y me retiene el brazo.
-No entres ahí, te voy a contar todo.
-¿Pero qué pasa en esta casa de locos? Digo, exasperada.
-Adentro están Emma y Sebastián, los puse ahí por un ratito.
El espanto me deja sin palabras. ¿Habrá perdido la cabeza?
-No mamá, tenés que dejarlos salir, le digo con la voz más dulce que puedo tener.
-Se portaron mal, me dejaron esperando y no hicieron lo que les pedí. No les voy a abrir.
-¿Te volviste loca? Me levanto y voy a abrir la puerta.
-No, esperá…
-La siento en una silla con la fuerza suficiente para que se dé cuenta de que no estoy bromeando y voy hacia la puerta. Abro y me encuentro un espectáculo desolador: atada a la pata de la cama de hierro, está Emma, amordazada y con las manos atadas. Del otro lado de la habitación, atado a la pata en forma de león del antiguo placar de tres cuerpos, está Sebastián, amordazado y atado de pies y manos. Los desato y me explican a la carrera que hace dos días que los tiene ahí y que es peligrosa.
Salimos los tres y vemos a mamá, sentada en su sillón, de espaldas a la puerta de salida, con un revolver en la mano. Instintivamente nos quedamos petrificados los tres frente a ella.
-Dejálos salir mama, ellos no tienen nada que ver.
-No quiero.
-Dejálos salir yo me quedo con vos, pero bajá el arma.
-¿Te quedás? Sus ojos suplicantes me dan pena.
-Sí, me quedo y hacemos tortas fritas como cuando era chica, ¿querés? pero me das el arma.
-Dale, me entrega el arma mansamente y la pongo en mi cartera. Empujo a Emma y a Sebastián hacia la puerta rápidamente.
-Voy a cerrar la puerta, así nos quedamos vos y yo.
Los acompaño a la puerta y murmuro que llamen a la policía.
Me doy la vuelta y la miro. Así sentada en su sillón, parece un pichón desorientado por la lluvia. Nadie pensaría que segundos antes tenía secuestrados a dos personas.
Me le acerco y le digo suavemente:
-No podés hacer eso mamá.
-Puedo hacer lo que quiera, si yo estoy sola y vos no venís, vivís tu vida y te olvidaste de mí, como si yo no te hubiera dado todo. Sos una ingrata.
-Ay mamá, si desde mi adolescencia ya trabajaba y me ocupaba de la casa, las compras, los trámites. Que ingrata si no podía ni ir a la esquina porque me hacías un escándalo, me hacías llegar tarde a todos lados porque siempre te daba una crisis de asma, o se te perdían las llaves, o te agarraban palpitaciones, siempre minutos antes de que me fuera. ¡Qué decís! Ninguna relación me duraba porque tenía que estar pendiente de vos. Te detesto, ¡has hecho de mi vida un infierno todo el tiempo que pudiste!
-No es verdad, yo solo quería lo mejor para vos, yo quería que estuvieras bien en casa, cuidada, sin que te pasara nada, yo quería que disfrutaras al calorcito, que estés tranquila, que te quedaras segura.
-Lo mejor para mí era estar lejos de vos mama, lejos empecé a respirar, a mirar hacia a delante, a hacer proyectos sin que nadie me estuviera sofocando con el peso de su malestar. Sos como esa planta, que acá llamamos lazos de amor, y en otros países mala madre.
-En vez de eso vos eras inquieta, nunca nada te alcanzaba, ¡nunca era suficiente con nada! y así saliste, terca como una mula! ¿vos te pensaste que llevándote el mundo por delante ibas a obtener más, que metiendo las cosas a la fuerza iban a andar mejor, que la plata iba a arreglar todo? Y cuando empezaste a salir con el enfermito ese depresivo, como se llamaba, Julio, que estabas empeñada, y al final se suicidó por tu culpa, porque vos no lo cuidaste bien.
-No toques ese tema, mamá, le digo sintiendo como la furia me sube por las entrañas.
-Vos te creés que sabés todo, ¿vos sabés cómo es vivir con un enfermo mental?
-Si mamá, creéme que lo sé muy bien, le digo con sorna.
-Serás mal aprendida! Igual de guacha que tu padre, sos, pero no te sirvió de nada, mírate, estas sola, sola igual que yo.
La miro con la furia de saber que tiene razón, que yo no había sabido construirme una vida con afectos, que sólo me había enfocado en mi carrera y que tenía fama de fría y sin compasión con los hombres, y de perra sin piedad en el trabajo. Entonces por primera vez desde que había llegado, la miré a los ojos.
-Estoy enferma, Ximena.
-Sí, eso ya lo sabía. Sentía una opresión en el pecho, un mareo como mezcla de asco y tristeza. Me levanté y fui a buscar mi cartera.
-No Ximena, en serio, el doctor Gutiérrez me dijo que me tengo que operar, y que hay muchos riesgos y no quiero operarme, quiero que vengas a cuidarme, como cuando éramos las dos solitas y que durmamos las dos en la misma cama como cuando eras chica, y….
Se oyó la detonación y sus palabras cesaron, su cuerpo cayó de la silla al piso de la cocina. Su vestido de florcitas azules desparramado sobre las baldosas blancas y negras iba tiñéndose lentamente de rojo. Sus piernas inertes enfundadas en medias de lana marrones y sus manos quietas, abiertas hacia mí formaban un cuadro de abandono. Me acerqué y le tomé el pulso que se iba debilitando y miré su rostro con su media sonrisa y sus ojos cerrados como en un sueño.
A lo lejos las sirenas iban acercándose, pero no me importaba, por fin su voz no me perseguiría más, por fin estaba liberada.
Descargué la pistola y me senté aliviada frente a la puerta, oyendo como la tiraban abajo.