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Las Aguas

Todos los años, en varios momentos del año, llueve sobre la ciudad florida. Por lo general la lluvia se lleva las flores de tilo, de jacarandá, o del crespón que van a parar a las veredas como un tapiz húmedo y colorido.

Pero ese año, 2013, anunciaba un otoño todavía cálido y con fuertes tormentas.

Era feriado, 2 de abril, y estaba anunciado tormenta. Con la calma de los que están acostumbrados a la humedad y los temporales del otoño preparamos velas y tortas fritas.

Nos ponemos a jugar a las cartas con los nenes. El cielo está de un gris de acero y empezó a llover. La lluvia se ve como una cortina de agua que cae en diagonal sobre el campo. A las 18 horas asomamos la vista por la ventana y ya hay 15 cm de agua sobre la tierra. Eso nos pareció extraño, estamos en una casa que está en el medio de 4 hectáreas de pasto y árboles, ¿cómo puede haber esa agua en todo el campo?

Nos preparamos para el corte de luz, porque en tormentas grandes suele suceder, entonces ponemos una botella de vino al medio de la mesa con una vela encima y una caja de fósforos.

La menor, Amaia, de dos años, duerme en el medio de la cama matrimonial, la del medio, Ainhoa, de seis, está sentada en la mesa jugando al chinchón con nosotros. En el altillo, el mayor, Tupac, de nueve años, juega con la play. Comímos tortas fritas bromeando con que “llueve, toca tortas fritas” para que no se preocuparan. Era todavía de día cuando se cortó la luz, y nos pareció que la tormenta estaba recién comenzando.

Durante un rato largo se siente el viento que es como un rugir de león constante en el techo. Se oye como temblaban las chapas y los maderos que las sostienen. En un momento, cuando la caída de agua se asemeja a una catarata a lo largo de las ventanas, el temblor del techo parece un redoble de tambor.

De repente, el techo se voló de cuajo, dejando a la casa descubierta al furor de la tormenta. Mi hijo Tupac me mira y grita desde el altillo destapado: “mamá, no hay más techo!” “bajá” le grito a través del ruido del agua. En ese momento cae sobre Amaia un nido de un metro de diámetro que estaba en el techo, la beba llora, espantada y la saco rápidamente de entre la paja y as plumas llenas de mierda de pájaro.

Lo miro a Gabriel que está como congelado, le pongo la beba en brazos, la empujo a Ainhoa hacia él y le digo “tenelos” se ubican bajo un techo de durlock que les da un mísero resguardo y subo como llevada por el diablo hacia el altillo. Saco una bolsa de plástico de los chiches y la pongo sobre la play que desenchufo. Bajo rápidamente por el arroyo que es la escalera de madera y saco de la mesa el mantel de plástico que pongo de lleno sobre la mesa de la computadora. Cuando bajo de nuevo, veo que los libros que están en los estantes sobre la escalera están bañados en agua, los libros que compré siendo estudiante y que, como compañeros de ruta, me llevé a cuestas por medio mundo y media vida. Me pego un golpe fuertísimo en el costado de la cadera por la resbalada en el agua.

Sin detenerme un momento pongo lonas y todo plástico que encuentro sobre algunas cosas de valor cuando Gabriel me dice “tenemos que irnos”. Agarro toallones, algo de ropa todavía seca de cada uno y pongo todo en la bolsa de compras. Salimos afuera y el agua le llega a la mitad de la rueda del Ford fiesta gris. Subimos y encaramos hacia la casa de Marichu, que de casualidad teníamos la llave ese día. Atravesamos el campito a toda velocidad para que el agua no entre en el caño de escape y entramos a la casita de ellos, que está intacta. Incluso tiene luz, ya que su casa está sobre otra fase.

Abro el grifo y les doy un baño caliente a los tres chicos juntos, les pongo ropa seca, y los acuesto en la cama matrimonial, limpios, secos y tapaditos como si no hubiera pasado nada. Ya es de noche, y tres pares de ojos negros me miran desde las frazadas. Los celulares no andan. De vuelta en la casa de Marichu y Raúl vemos el teléfono de línea, y llamamos a Fermín para avisarle que se voló el techo de su casa, pero que estamos bien, que estamos en la casa de la madre. A tres kilómetros de ahí, en ese mismo momento, Marichu y Raúl, en su casa de 18 y 53, tenían un metro cuarenta de agua y pasaron la noche empapados en el altillo de su casa oyendo los pedidos de auxilios de sus vecinos sin poder hacer nada.

Gabriel, evaluando la situación me dice: “tenemos que ir a buscar cosas”. Miramos a nuestro alrededor y tomamos botas y equipos de lluvia que están en la puerta de la casa como a propósito, vemos que Marichu y Raúl, con sus años vividos, están preparados para casi todo.

Salimos a campo traviesa en el Ford fiesta y volvemos a la casa.  Con cuidado, de miedo que se nos caiga el cielo sobre la cabeza entramos en la casa devastada. El agua corre por las paredes como cataratas constantes, y se acumula sobre los cerámicos. Los muebles están empapados y las cosas flotan en el agua. Cargamos bolsones de comida de perro, que son fuertes y no se desgarran, con todo lo que nos parece seco y útil. Ropa, cosas de la escuela, papeles importantes, algunos libros, comida, sobre todo comida.

Volvemos a campo traviesa y terminamos la noche los cinco en la misma cama esperar el despeje del alba.

Al otro día se ve un sol radiante y un cielo azul como si no hubiera pasado nada, el agua fue absorbida por la tierra y el pasto está verde y brillante con en el nacimiento del mundo.

Vemos los pedazos de chapa esparcidos por el campo. Algunas chapas dobladas en dos abrazando un árbol, maderas, pedazos de aislante, rama caídas, árboles desenraizados. Nos acercamos a la casa y ponemos todo a secar afuera. Vemos motos ir y venir con gente que busca quien sabe qué, casas vacías donde saquear algo o vecinos que rescatar, imposible saberlo.

Al mediodía viene Fermín, nos cuenta que cruzar la ciudad fue muy difícil porque todavía no bajó el agua. Nos cuenta que la sacamos barata, porque la ciudad es un caos. Nosotros estamos como dentro de una burbuja campestre, para bien o para mal. Fermín y Gabriel se van a llevar agua y ayuda a Marichu y Raúl, mientras me quedo con los tres chicos, lavando y secando todo lo que pueda.

Cuando vuelve Gabriel se agarra la cabeza con las dos manos. Me dice:

-no nos pasó nada, no sabés lo que fue allá, es una desolación, la gente llorando y limpiando en la puerta de su casa tirando muebles, cosas de familia. Todo está embarrado de un barro negro y las ratas ahogadas aparecen en las alcantarillas. La luz no volvió y el agua no bajó todavía.

Es increíble como a veces la misma agua que uno espera tras un sofocante calor se vuelve peligrosa y sinónimo de pérdida y muerte.

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