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La taza de café

Isabel Montes entra al edificio. El mostrador del portero está vacío, que raro, piensa, Andrés habrá ido a hacer algo importante, de lo contrario estaría ahí. Sube al ascensor y cierra la reja antigua y la puerta plegable de metal. 5to piso.

Isabel golpea suavemente la puerta y Benicio, como siempre, la abre sin mostrarse. Entra al departamento y se dirige directamente a la cocina. Habían pactado verse hoy y ella quiere evitar la habitación. Sus ojos detallan el entorno, tantas veces visto, pero diferente hoy.

La cocina tiene muebles algo pasados de moda, pero de buena calidad, de madera de roble, el piso es de calcáreos verdes con motivos. La mesa tiene un exquisito mantel de encaje sobre las que están dispuestas dos tazas de excelente porcelana y una cafetera bialetti además de un canastito con galletitas. Al lado, le sigue un jarrito de loza pintado con hojitas de hiedra para la leche, una bombonera de cristal con chocolates envueltos en papeles metalizados de colores, y un sifón de soda al lado de dos vasitos. Todo denotaba la preparación esmerada de Benicio y una suerte de buen gusto antiguo muy anglófilo de vieja familia pudiente argentina.

-Mirá, Benicio le muestra su brazo torneado, estuve en el gimnasio. A la sonrisa indiferente de Isabel, Benicio replica:

-Eso no te importa mucho a vos, ¿no?

La mira como si fuera a comérsela, le hubiera gustado olerla, y degustar su carne. Él tenía un apetito casi caníbal, y se veía a sí mismo como un cazador, y a ella como a la presa jugosa. Sus impulsos eran insaciables, y cuando eran amantes, podía pasar horas en el acto, al punto que ya perdía sentido para ella.

Isabel, en cambio se veía lejana, como siempre, enigmática e inaccesible y por momentos condescendiente, en otros, lo miraba con desdén.

-Por fin aceptaste mi invitación. Te gusta que te ruegue, le reprochó Benicio.

-No, no me gusta, responde calmadamente Isabel.

-Yo te extrañé, te extrañé muchísimo, le dice Benicio cubriéndola con sus ojos lascivos. Me alegró que me llames, pensé que estabas enojada.

-Me robaron el teléfono, ahora compré otro y recién te pude ubicar. Isabel evita la mirada de Benicio, y posa sus ojos sobre los muebles lustrados e impecables.

-Me alegro tanto que lo hayas hecho.

Ella gira hacia él, lo mira detenidamente y suelta:

– ¿Cómo pasaste el fin de semana? pregunta ella.

-Lo pasé en familia, contesta él.

-Con tu hermana Beatriz que vive por Palermo, no? Estuvieron en los bosques con tus sobrinos, Gabriela y Valentín, y con Sergio Aguirre, tu cuñado, que es abogado.

La cara de Benicio se deforma en una mueca de asombro.

– ¿Qué es esto? ¿Me hiciste seguir por un detective?

Isabel le contesta casi sin descerrajar los dientes.

-Pero por favor, mirá que una pobre diabla como yo va a gastar plata en un detective. Te investigué por redes, con un ratito no sabés todo lo que se aprende.

– ¿Qué decís? Él sigue sorprendido.

– ¿Porque no me decís la verdad? ¿Por qué no me decís que tu mujer se llama Mariela Beltrán, que es médica, rubia por lo que vi? ¿Por qué no me contaste que tu madre tiene una joyería en la calle Corrientes y Libertad y que cenaron todos juntos en un restorán de Puerto Madero este sábado?

La mueca de asombro pasa al desprecio:

– ¿Cómo lo supiste? ¡Yo no subí nada!

-Vos no, pero tu hermana sí. Y en tu muro hay una foto de cuatro años atrás donde están vos con tu hermana y ella, y están etiquetadas. A partir de ahí es fácil.

Benicio se encogió como un cachorro que hubiera recibido un golpe en la trompa.

-Pasa que mi mujer es depresiva, toma pastillas…balbució.

-Se la veía muy alegre en la cena del sábado, responde Isabel secamente.

-Lo que pasa es que vos no entendés, es un arreglo que tenemos…

-Pero me mentiste, a mí, dijo Isabel apoyando sus ojos castaños en los ojos verdes de él.

-Fue un error, dice Benicio abriendo las manos, pero no va a volver a pasar, yo quiero verte, mira que podemos llegar a un arreglo…interesante para vos.

En el silencio se oye distintamente el tic tac del reloj de péndulo del comedor y las campanadas de las 16.30 horas.

-De que hablas, no entiendo, pregunta Isabel, revolviéndose en su silla.

Benicio echa la cabeza hacia atrás y le dedica su sonrisa más carnicera antes de soltarle:

-Y mirá, si vos me visitas martes y jueves de 14 a 16, yo te puedo pasar una asignación para tus gastos, estarías tranquila, ocupándote de tus hijos, sabes que yo puedo hacer eso y más por vos.

-No me interesa, contesta Isabel con disgusto.

-Pero si vos vivís de cuidar a una anciana, yo te duplico el sueldo con tal de tenerte esos dos días, el resto del tiempo estás libre. Es muy ventajoso para vos.

-No necesito tu dinero, contesta con asco.

-O sí que necesitas dinero, y el mío es tan bueno como el de cualquier otro, además, te podés acostumbrar muy rápido al confort y al lujo ¿eh?

-Te dije que no, dijo ella con firmeza.

Ella ya se levantaba y agarraba su abrigo para salir cuando una mano fuerte la agarró por la muñeca:

-No me desprecies, te olvidas de que soy abogado, yo puedo hacer que le den la custodia de tus hijos al padre.

Isabel palideció y tragó saliva. Mantenía los ojos clavados en la taza de café mientras buscaba recomponerse. Al borde del llanto, musitó:

-No harías eso.

– ¿Apostamos? dijo Benicio con una sonrisa grotesca. Isabel levantó los ojos y un destello de furia los atravesó cuando los clavó en los de él.

-Está bien, le dijo, hablemos y se sentó en la silla.

-Ah, así me gusta, dice Benicio, volviendo a un tono mucho más dulce, te sirvo el café, mirá, te compré el bocadito de licor que te gusta.

Benicio sirvió el café en su cafetera italiana auténtica, en sus tazas finas y puso la soda en sus vasitos de cristalería cara, y con un gesto de triunfo le tendió la taza a Isabel.

– ¿Cortado, como siempre? Le preguntó, tomando el jarrito de leche.

-Sí, pero necesito un poco de miel esta vez, pidió Isabel.

Benicio se levantó a buscar la miel a la alacena, y en ese momento la mano rápida de Isabel pasó como una sombra por encima de la taza de él.

– ¿Pasamos luego a la habitación?

-No puedo hoy, estoy indispuesta dijo con aire pensativo, pero vengo el martes, como antes.

-Bueno, bueno, después acordaremos tu asignación, si sos buena conmigo. ¿Algo huele a ajo?

 -No siento nada, dijo Isabel llevándose la taza a los labios.

-Disculpá que te haya asustado con lo de tus chicos, es que no entrabas en razón, a veces sos tan dura, dijo Benicio mientras bebía el café en tres sorbos breves.

-Está todo perdonado, dijo Isabel con una sonrisa.

-Pero no me vas a dejar esperando el martes, ¿no?

-Bueno, tengo que irme dijo Isabel. Nos vemos el martes.

Se fue, caminando a la sombra de las tipas aprovechando el tiempo para pensar y se sentó en un banco del jardín botánico. Ahí estaba cuando sonó su celular:

– ¿Que me hiciste?

– ¿Yo? ¿Por qué me preguntas eso?

– ¿Que me diste? Me hormiguean las manos, me siento como entumecido, me duele la panza…

– Ah, sí, eso es por el arsénico, le contesta calmadamente Isabel.

-Que? ¿Me diste arsénico? ¡Serás pérfida! ¡Te van a descubrir!

-Nadie me vio entrar, tu edificio no tiene cámaras, hace varias semanas que no estuve ahí, y tenés amante nueva, ¿porque pensarían que yo te di algo? No hay nada que me relacione con vos.

– ¡Te van a rastrear por el celular! Dijo Benicio ahogándose.

-Este número de celular es un chip que compré en un kiosco, lo pagué con efectivo y no está a mi nombre. Hoy mismo tiro el celular al río.

-Aggg arde. Voy a llamar a la policía.

-No te dará tiempo, seguí hablando que te queda poco.

– ¡Serás puta! Gritó él ahogándose en un último estertor.

-Que yo sepa, nunca te cobré por lo que hubo entre nosotros, querido.

Y colgó.

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