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Flip

-Cuénteme que pasó, me dijo el oficial Arenas cuando llegué a la comisaría de Martiniano Leguizamón al 4000.

-Cuando me desperté aquella mañana, oficial, supe que iba a ser un gran día. En el correo había llegado la invitación a la Gala Anual de Patinaje sobre Hielo de Buenos Aires. Usted sabrá que antes de eso tuve unos años muy duros, y al fin se había acabado mi travesía del desierto. Iba a volver a las pistas, no como la patinadora que fui, sino como jurado.

Tenía que pensar en un vestido acorde y que no fuera arruinado por mi bastón. Es que nunca me restablecí del todo de la caída, ¿sabe? Ni siquiera con los dos años de rehabilitación, y el haber dejado todas mis ganancias de años de concursos en médicos y kinesiólogos. Todos opinaron que fue una tragedia que Armando no me haya recepcionado en aquel triple flip. El quiebre de cadera y de las últimas dos vértebras me alejó para siempre de los concursos donde hasta ese momento, éramos la pareja favorita.

Tuve que volver a caminar como un nene, agarrándome de las sillas, y soportar, además del dolor permanente, las miradas de lástima de quienes meses antes celebraban mis acrobacias. Quedé renga, con una pierna más corta que la otra, y eso para una patinadora es lo peor. Pero lo peor en realidad sucedió después: Se dijo que yo estaba deprimida y que por eso Armando me abandonó por una chica de diez años menos, casi una adolescente. Tuve que vender el departamento que habíamos comprado en Puerto Madero y darle su parte para que se fuera con esa chica, Shirley, Jennifer, nunca me acuerdo, y comprar un minúsculo departamento en Barrio Savio de Lugano, porque los médicos y las operaciones me dejaron en la ruina…Es lo que pude conseguir, en el edificio más modesto del barrio, yo que meses antes vivía ahí nomás del Puente de la Mujer.

Sufría cuando recibía los mensajes de solidaridad durante el tratamiento, pero más cuando decían ¡oh! y ¡ah!  al enterarse que me dejó por ella.

Por suerte, después me puse bien. Me rehíce desde abajo, y pude hacerme un nombre como comentarista de la disciplina. Y cuando recibí ese sobre, sentí que volvía a estar en la luz de los proyectores.

Además, era seguro que Armando iba a competir con su nueva pareja, así que me preparé con cuidado: un largo vestido negro de strapless que marcara mi cintura, zapatos con brillantes y un bastón de madera de ébano que era lo que me quedaba de mi abuelo. Me dirigí al  al Luna Park con la seguridad que iba a ser una noche maravillosa.

-¿Y qué pasó luego Señorita Mendoza? Preguntó el oficial Arenas, echándose para atrás en su silla.

-Armando patinó con esa chica, la Shirley, Jennifer, o algo así, pero estaba nervioso, y ella no estaba a su altura, de hecho, se cayeron dos veces, al intentar un Axel y algo tan simple como una mariposa, así que los otros 6 jurados fueron severos. Yo les puse un rotundo 10.0. Por supuesto que eso levantó murmullos en la sala, no solo porque su presentación claramente no merecía ese 10, sino porque de quien menos se lo esperaban era de mí. Lo interpretaron como un gesto para enterrar el hacha de guerra. Y así fue. Gracias a esa nota pudieron pasar a la siguiente ronda. Terminé el evento y me volví a mi departamento.

El oficial Arenas arqueó una ceja:

_ ¿Y usted no habló con ellos después de la competencia?

-No, me fui muy rápido porque había empezado a dolerme la pierna, así que no me quedé a la recepción. Saludé a mis colegas y les dije que prefería irme a casa, lo que comprendieron perfectamente.

Salí del estadio y tardé unos cuantos minutos en conseguir un taxi. Finalmente llegué a mi casa, me di una ducha y me cambié. Entonces me llegó, por medio de un cadete, un ramo de jacintos y azucenas blancas, mis preferidas, yo sabía antes de ver la tarjeta que venían de Armando. La abrí y estaba su número de teléfono, y mencionaba que quería verme. Lo llamé y le indiqué la dirección de mi casa, en el piso 13, que daba a Cafayate. El departamento estaba en penumbras, solo algunas lámparas de ambiente creaban una luz tenue y cálida, ideal para una cita romántica.

Llego Armando con una botella de champán rosado y lo hice pasar.

-Te ves muy bien Marisa, me dijo, y su mirada se posó sobre las curvas que me marcaba el deshabillé.

-Gracias, dije, con una sonrisa.

Lo hice instalarse en los sillones y le alcancé las copas, disimulando al máximo mi renguera, sintiendo su mirada clavada sobre mí mientras iba y venía.

-No podía dejar de venir a agradecerte lo de hoy, que hayas sido tan benévola con tu notación, no solo me sorprendió, me encantó. Nos salvaste.

-No lo hice por vos, creéme, le contesté con absoluta sinceridad.

Servimos las copas y brindamos:

-Por los nuevos comienzos, dijo él y yo asentí.

-Sé que estuve mal, me dijo a modo de pedido de perdón, pero yo alejé su falsa disculpa con un gesto de la mano:

-No hablemos de eso.

Entonces prendió un cigarrillo y yo, con una mano en alto y la otra indicando el balcón, lo detuve.

-Ya no fumo, así que afuera por favor.

Salimos al balcón y se veían las luces de la Avenida Dellepiane, a lo lejos. Lo vi ahí parado, tan elegante, tan mentiroso, tan seductor, hermoso como siempre, y de repente se inclinó para ver las luces y se cayó, no puedo explicarlo mejor, como haciendo un flip hacia adelante, se apoyó en la baranda que estaba oxidada y se cayó al vacío. Entiéndame, fue horroroso, un accidente terrible, yo no podía hacer nada, se cayó y no se pudo agarrar de nada. ¿Ay Dios, quién lo hubiera pensado?

El oficial Arenas me miraba atentamente, mientras la angustia me quebraba la voz, y las lágrimas afloraban.

-¿Le traigo un vaso de agua? Me dijo.

-Si por favor, contesté.

-Aquí tiene, pero dígame, Esas barandas son de hierro, ¿cómo pudo desprenderse?

-No lo sé oficial …..No sé nada de hierros y de barandas….

Tomé un trago de agua y proseguí:

-Siempre fui patinadora, yo compré el departamento con lo último que me quedaba y lo arreglé lo más que pude, no me alcanzó para cambiar la baranda, ¿me entiende? ¿qué quiere que le diga? Encima que me soltó en el salto y quebró mi carrera, cuando empiezo a remontar viene a tener este horrible accidente justo en mi departamento.

-Los primeros peritajes concluyen que estaba muy oxidada, llamativamente oxidada, es raro como nadie se dio cuenta de eso, dijo, acariciándose el mentón.

 -Mire, oficial, yo me fui a vivir ahí porque después de mis tratamientos me quedé sin dinero. Recién recomenzaba a mejorar económicamente, de que me acusa, ¿de no haber cambiado mi baranda?

El oficial no me sacaba los ojos de encima, y mientras hablaba yo estrujaba mi pañuelo.

-Si Armando no me hubiera dejado en la ruina le aseguro que me hubiera ido lo más lejos posible de él.

-No se altere, me dijo con suavidad.

Suspiré y le clavé mis ojos en los suyos:

-Usted no tiene nada con que incriminarme, sino no me pediría tantas explicaciones. ¿No es cierto?

– Es cierto, concluyó, pero no se aleje de la ciudad, podríamos convocarla de nuevo para otra indagatoria.

-Por supuesto oficial, acoté con voz firme y calmada, estoy a su disposición y quiero que todo quede esclarecido.

-Puede retirarse, de momento.

Me fui caminando despacio, con mi bastón, lo más dignamente posible, sintiendo las miradas de lástima. Recordé cuando me dijeron que no podría tener hijos a causa del accidente y tres meses después me enteré de que Armando iba a tener un bebé con esa chica, esa pobre estúpida, pero no era su culpa, era la de él.

Recordé cuando compré ese departamento en esta parte de la ciudad, donde nadie se sorprendería de ver una baranda tan oxidada. Nunca la arreglé por supuesto, me pareció que estaba bien así, aunque para acelerar el proceso, fui echando ácido clorhídrico siempre en el mismo lugar, todas las noches, gota a gota, durante más de dos años.

No hizo falta mucho para que cediera, alcanzó con que le dijera a Armando que estaban rondando su coche, para que se inclinara a mirar hacia abajo. Enseguida se oyó un ruido como de trueno y el grito de espanto de Armando, el mismo grito que yo di unos años antes cuando no me atajó.

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