Crónica de las 3 bestias
Yo digo que no soy un ser de luz, pero juro que me gustaría que me baje la iluminación divina. Imagínense, tenemos en casa a 3 adolescentes, así que disfrutamos de la aborrescencia en sus tres etapas. Uno de 18, ya de salida, una de 16, en pleno odio al mundo, y una de 12, drama queen tipo todo es dolor. Son tres ejemplares de la generación Z en todo su esplendor.
El mayor, de 18, que transita una salida de adolescencia entre mustio porque el mundo no es como él quiere, para qué estudiar, para qué laburar, el mundo no lo motiva. Obvio que está en el tema de las cripto-monedas y los viejos no entendemos nada, ve un cursito de 1 h y media y ya se cree el Elon Musk del tercer mundo en devenir. Además, le decís que ya que dejó la facu porque eran muchas materias vaya a laburar y dice “pero no me queda tiempo para nada”. Cuando se encuentra con otros adolescentes hace unos sonidos ininteligibles, algo entre el canto de las focas y el barrido del elefante, y eso me hace dudar de que le quede algo de humanidad. A mí solo me nace pensar: «Para esto aguanté 14 hs de parto, una episiotomía y 8 puntos en la cajeta, que mierda el karma».
La del medio, la luz de mis ojos, que parece Bella de Crepúsculo, con el novio Edward Cullen, ya que no tragan ni aire, escapan del sol cual vampiros y son la viva imagen de la desolación. Un canto a la vida. Obvio que el mundo es un asco y todo es culpa mía, hasta la lluvia que cae.
La más chiqui, que hasta hace muy poquito era tierna y mimosa, ahora oscila entre el llanto fácil y el complejo naciente. Todo le hace llorar, todo la hiere, su empatía llegó a niveles impensados con animales y plantas, ella es todo bondad con la naturaleza… Ahora, a los demás humanos que convivimos con ella, nos puede partir un rayo, ya que solo estamos para hacerla sentir mal, para asegurarnos que sufra en todas las formas que nuestra despiadada mente imagina, sobre todo cuando le decimos que ordene su cuarto, se bañe o se peine y haga sus tareas escolares, ¿a quién se le ocurre?
Como no había manera de que colaboraran con nada del hogar, les di la tarea de cocinar, porque la casa se puede caer a pedazos, la mugre los puede cubrir, pero sin comer no se iban a quedar, ¿o sí? Después de un período a regañadientes, se acostumbraron a hacerse cargo del mediodía y la cena. Así que además de todo lo anterior, tenemos el placer de comer puré con grumos, bife de suela, arroz pegado y verdura sancochada. Creo que las gallinas comen mejor que nosotros, al menos al afrecho se lo sirven calentito.
Es más, me doy cuenta de que estoy vieja porque me nacen frases que nunca pensé saldrían de mi boca, tipo, “ya vas a ver cuando tengas hijos, yo los voy a ver y me voy a regodear”.
Para evitar que la insatisfacción desborde, pensé en mandarlos a cuanta excursión lejana exista: caminar por el monte Fuji, hacer el camino del Indio, atravesar Siberia a pie, no sé, todo lo que les lleve muchos días lejos. En un momento de lucidez dije “hagamos como los yankees” que a los 18 mandan a sus retoños a 4500 km a hacer la facu y solo los ven en navidad y vacaciones. Averigüé por internet y resulta que la secundaria en Tasmania y la universidad de Reijkiavik no eran accesibles para mi bolsillo.
Y es que si bien, todavía no llegue a la etapa budista, si estoy en la de desapego, así que como última solución le dije al quía ambiguo: «vayámonos a la mierda». Nos escapamos sin prisa y sin culpa a comer unas papas fritas decentes cuando la economía lo permite, nos exilamos a tomar mate al parque, nos asilamos con otros padres de aborrecentes a hablar mal de nuestra prole, enfin.
¿Cuánto más tendremos que soportar esto?
Al menos unos 5 o 10 años en total. Pffff voy a sacar un abono al psicólogo.