Crónica de dieta
Viste que en la pandemia todos engordamos. Algunos volvieron rápidamente a su peso promedio, otros tuvimos unos kilos que se nos quedaron pegados desde entonces. Un día decís: basta de secuelas de la pandemia. Vamos a ocuparnos de dejar el talle matrona y el porte de señorona cuartuda.
Y ahí arranqué discriminando a la manteca, la crema, la picada, el alcohol, los postres. Fui eliminando todo lo frito, grasoso, jugoso, la alegría de vivir y hasta la vida misma. Pasé a alimentarme sanito sanito, soso, insípido, porque convengamos que sin sal, sin grasa y sin azúcar (casi) no hay sabor.
En un momento leí que había que dejar los carbohidratos, así que chau pan, pastas, facturas, galletitas. -Allá voy, me dije, -a vivir sin carbohidratos. Y allá fui nomás, dejé de ser y vivir. Iba con un mal humor, un mal genio, un aborrecimiento al mundo y de la vida en general, un odio visceral a cualquier forma de luz y dicha, porque sin pastas no hay paraíso, se tenía que decir y se dijo.
Ya estaba en un punto en que prácticamente vivía del prana, además de presentarme 4 veces por semana a usar unos aparatos infames para gastar energía (¿qué energía si no como nada?) y tonificar lo caído.
Por fin, tanto sacrificio empezó a dar resultados. Por primera vez desde la pandemia, estaba bajando de peso. Me envalentoné, conté las calorías, cambié la leche por descremada y conté cuántos vasos de agua tomaba por día.
Un día, subida a la maldita, y le digo maldita a mi balanza porque la muy turra te canta el peso en voz alta para que todo el barrio se entere de tu vergüenza, al fin, me tira el peso objetivo.
La armonía reinó, todo había valido la pena, las horas en ese inmundo gimnasio y en Pilates rodeada de esculturales mujeres que levantan 4 tensores rojos mientras una apenas puede con el azul. Todos los platos con un puñito de verdura y un puñito de carne y nada nada de carbohidratos, el adiós definitivo a las papas fritas, los churros, los chinchulines, las tortas fritas con chicharrón y los bizcochitos de grasa….
Al fin pasaba del modelo heladera con menos cintura que un ladrillo y las piernas macetudas a una elegante silueta de mujer madura. Me imaginaba volviendo a usar faldas cortas, que había desterrado de mi placard porque gordita si, cachivache no…
3 días me duró. Sólo el altísimo sabe por qué, al cabo de esas eximias 72 horas, todo volvió a la normalidad con los habituales kilotes bien surtidos.
Me fui hecha el despecho, la desilusión, y el desamor más agrio en persona. Shakira en la sessions 53 era un ser de luz al lado mío. Pasé por una panadería y con ojo amargado miré las facturas. La empleada, con una amplia sonrisa de quien en el fondo debió dedicarse al perfilage de asesinos en serie, me dijo:
-Mal día, ¿no? ¿Con qué lo endulzamos?
– Esa, mascullé, señalando con el dedo la factura más gorda, más cargada de pastelera, más estrepitosamente hojaldrada. Y repetí con mayor convencimiento:
-Esa quiero.
-Y algo más? me dijo con la voz suave de quien sabe que presencia un punto de no retorno inminente .
Y ahí comenzó el desquicio. Bombitas de crema, imperial ruso, un par de sanguchitos de miga y un domo de 3 chocolates, un macarrón porque es livianito y un poco de chipá para después y un alfajor para el camino. Vamos a decirlo claro, me compré media panadería.
Me llevé todo como Gollum diciendo “mi tesoro”, pero es tan injusta la vida que no me pude comer ni la cuarta parte. Todo culpa de comer pechuguita y ensalada por tanto tiempo, no me pasaba nada. Pero solo de mirar ese montón de grasa, azúcar y harinas, era una caricia al alma.
-Bueno, dije, despidiéndome de la ilusión de ser flaca de nuevo. Ahora toca ser feliz.
Y me fuí silbando “sittin´n the dock of the bay” en la luz violeta de los jacarandás en octubre.
