Verdad consecuencia
Facundo Quiroga se llamaba como su ilustre y rebelde ancestro. Su familia esperaba de él que condujera de mano firme la sodería familiar y que fuera un ingeniero químico de renombre.
Facundo pasó por la secundaria sin pena ni gloria. Su mejor amigo, Javier, tenía solo a su madre que acumulaba trabajos y changas para mantenerlo. Javier terminó con un promedio de 10, pobre, pero abanderado.
Facundo y Javier se anotaron juntos en la facultad de ingeniería de la UBA, pública, y por eso mismo más exigente. Javier se recibió brillantemente en tiempo record y rápidamente lo solicitaron para trabajar para los grandes laboratorios médicos del país. Facundo penaba en la facultad, y era mucho más dotado para la acuarela, oficio inaceptable para su familia, porque menos que un ingeniero, nada. Él se sentía la obligación de no traicionar sus esperanzas y seguía inscripto en la carrera mientras su pasatiempo, la pintura, insumía todos sus ratos libres.
La sodería familiar estaba en Caseros y funcionaba en un edificio que tenía forma de torre, con la sala de máquinas embotelladoras en planta baja, el comedor para los empleados en el primer piso y luego cuatro pisos de cubículos varios. En el quinto estaban la sala de reunión y los despachos de la gerencia, y en el último, el de Facundo, que era como su segunda casa. Allí, aprovechaba la luz de un ventanal enorme y pintaba sus acuarelas después de las horas del trabajo, solitario y feliz.
Cuando cumplieron 25 años y Facundo iba por su tercer segundo año de carrera y Javier en cambio, después de aquellos años difíciles se había hecho un nombre lo que le permitió casarse con una bonita pelirroja de llamada Florencia, de buena familia conservadora. En el casamiento de Javier, Facundo conoció a Violeta, una contadora prodigio que había terminado la carrera en tiempo record e iba por un posgrado en Comercio Exterior. Facundo no podía creer que Violeta se fijara en él, así que en la conversación le deslizó que le faltaban tres materias para recibirse. Se empezaron a ver y al poco tiempo eran novios. La felicidad de Facundo era completa, o casi.
– ¿Cuándo rendís las que te quedan? Le preguntó una mañana Violeta.
-Es que se me venció una cursada, la tengo que volver a cursar, pero ya empecé, ¿eh?
– ¿Y qué día cursas?
-Los martes a las 18 hs, dijo él con el aplomo de saber que era absolutamente falso. Ella pareció satisfecha y no preguntó más. El martes siguiente, cuando Facundo estaba mirando los números de la sodería en su despacho de Caseros, llega mensaje a su celular su celular:
-Hola? Dice él, ¿qué pasó Viole?
-Cursas hasta las 20, ¿no?
-Si, contestó él con fingida seguridad.
-¡Paso a buscarte! Fue su respuesta.
Con un escalofrío de espanto Facundo miró el reloj, que marcaba las 19.45 hs. Sin siquiera saludar a nadie, tomó su abrigo y atravesó los despachos como una exhalación, bajó los cinco pisos y atravesó la ruidosa sala de máquinas para llegar al estacionamiento, se subió a su auto y manejó como si su vida se le fuera a acabar por la autopista Perito Moreno, luego por la 25 de mayo con el acelerador pegado al piso del auto, entró en Balbín sin mirar la belleza de San Telmo ni nada y con el motor rugiendo como un trueno, agarró Azopardo donde casi pisa una anciana y se lleva puesto un camión de caudales. Dobló enloquecido en Independencia y giró a noventa grados con un chirriar de neumáticos en Paseo Colón, encontró un hueco donde tirar el auto porque ese día Facundo tenía un dios aparte, subió de cuatro en cuatro las escalinatas y se dio vuelta justo a tiempo para ver Violeta. La vio y se desesperó, la Violeta que él amaba, que lo desvelaba, preciosa en su vestido amarillo y su abrigo blanco, como él la recordaba y casi lloró de verla luminosa y alegre como la había visto salir de la casa en aquella mañana de sol. Con la mayor compostura del mundo, salió del edificio, saludó a unos compañeros imaginarios y se dirigió hacia Violeta:
-Hola, mi amor, ¡que linda sorpresa! ¿Vamos?
A partir de ahí todos los martes Facundo se retiraba de la oficina a las 19 horas para llegar a tiempo a salir del edificio, saludar compañeros desconocidos, y volverse con Violeta.
El sábado, entre dos cervezas, Javier le decía:
– ¿Cuándo nos la vas a presentar? Florencia la quiere conocer.
-No, a ver si se les escapa algún comentario.
-Y que, ¿todavía no conoce a tus padres?
-Si a ellos sí, pero los vio una o dos veces, nada más, y siempre en ambientes o momentos donde no se puede hablar mucho.
-Ella te quiere, no le va a importar. ¿Cuánto llevan ya, un año?
-No, me va a dejar, lo sé, no puedo decírselo, contestó Facundo febrilmente.
-Y qué vas a hacer?
-Me voy a anotar en una privada, la católica o la Universidad de Palermo, o no sé. Alguna donde pueda hacer la carrera más rápido. Después le explicaré que sí soy ingeniero pero que terminé en esa otra universidad.
Un día, se instalaron juntos. Facundo trasladó su caballete, sus acuarelas y sus dibujos a un rincón de su oficina para que Violeta no supiera que en realidad el pasaba sus ratos libres capturando los colores, las luces y las sombras de una cesta de frutas.
Otro año pasó, y Violeta empezó a manifestar sospechas, pero Facundo las desterró de plano.
-Pasa que estoy con mucho trabajo, le decía, pronto las voy a rendir. Él pensaba pedirle que se casaran, pero dudaba que ella lo aceptase sin el título de ingeniero. Ella que ya trabajaba como auditora en un gran grupo automotor, fue ascendida a la dirección de gestión financiera de la marca.
En la primavera siguiente, un día de octubre lleno de jacarandás florecidos, Violeta pasó de improviso por la oficina de Facundo. Eran las seis de la tarde y los empleados se habían retirado, las oficinas estaban vacías. Violeta pasó la puerta de la oficina de Facundo en un torbellino de flores de su vestido de primavera, y lo vio sorprendido, con la paleta y el pincel en la mano como si la hubiera estado engañando con la acuarela, tan triste y tan mustio que le dijo con dulzura:
-¿Qué está pasando?
-Pinto acuarelas, pero es solo un pasatiempo. Violeta rodeó el escritorio para llegar hasta Facundo.
– ¡Pero lo de la acuarela es lo de menos! Te hablo de tus estudios.
– Qué pasa con mis estudios, ¡me quedan dos materias para recibirme!
– ¿Por qué no me contás la verdad? Ella lo miraba como si siempre hubiera sabido, como si nunca hubiera aceptado la mentira.
– ¡No vengas a controlarme! Ya empezaba a estar fuera de sí, con los ojos muy saltones y la respiración agitada, buscaba mentalmente como salir de ese impás donde Violeta lo estaba acorralando.
– ¿No te das cuenta que esto tiene consecuencias? Esta mañana llegó una factura de la Universidad de Palermo. Violeta le tendía un papel con el logotipo de la UP.
-SI, estoy estudiando ahí, ¿qué tiene? Facundo evitaba mirarla.
-Pero vas por segundo año, ¿hasta cuándo vas a seguir así? -Es un error, me estoy por recibir. ¡No entendés! ¡Se equivocaron!
Violeta lo miró con los ojos llenos de lágrimas: – ¿Me mentiste todo este tiempo?
Facundo no lo pudo soportar, no pudo soportar que ella le tuviera lástima, por lo que levantó la barbilla, endureció aún más la mirada y le dijo:
-¡No sigas!
-¡Pero Facu! En ese momento se oyó el estruendo de los vidrios rotos del ventanal, y el grito de Violeta que había caído estrepitosamente del quinto piso directamente al estacionamiento, desparramando su vestido primaveral de flores que empezaba a teñirse de rojo.