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Dulce venganza

Valeria fue a trabajar a la dulcería como todos los días.

Pasó el portón de la fábrica y el dogo argentino se le acercó. Era una bestia enorme, con ojos avellana de humano rencoroso y una mandíbula carnicera que anunciaba lo peor.

Valeria se le acercó y como todos los días sacó un pedacito de menudo de pollo y le dijo “-Patita, despacito”. La mole se sentó y con toda la delicadeza del mundo tomó con la punta de sus labios, por la que asomaban los dientes blancos y afilados, el trozo de hígado. Se relamió y se echó a dormir.

Era un día como todos los días. Bueno, como todos los días no, porque hacía algún tiempo que Valeria estaba exasperada por la cotidiana arbitrariedad de las acciones de su jefe. El que sabe sabe y el que no es jefe, recordaba que se decía por ahí.

Entró en la fábrica, pasó por las cocina donde las obreras preparaban la fruta, y luego a la sala donde las máquinas dulceras despedían el perfumado aroma de las mermeladas y confituras de todas las frutas posibles.

Pasó por la oficina del jefe y lo saludó. El hombre, de sienes plateadas y profundo surco entre las cejas, le gruñó un sonido gutural a modo de saludo.

Valeria levantó la vista al techo y se dirigió a su escritorio para empezar con su jornada.

-¡Valeria! Dijo el jefe con otro gruñido. ¡La agenda!

Valeria se levantó para acercársela.

-¿No ves que sos una inútil??  ¿Cuándo vas a aprender a dármela bien? ¡Hace años ya que trabajas acá!

Valeria ya no aguantaba más, otro día con el jefe de mal humor.

-Ah. Y andá cancelando todo, hoy trabajamos hasta tarde.

-¡Pero hoy es nochebuena!

-No importa, hay que despachar 20 pedidos de dulces para las fiestas, los demás que se vayan, vos y yo nos quedamos hasta terminar.

-¿Pero no lo esperan ?

-No, me aburro en mi casa y no me gustan las fiestas. Prefiero trabajar.

Valeria giró sobre sus talones y se fue a su mesa. Mientras trabajaba pensaba para sus adentros qué sus chiquitas y sus hermanas la esperarían para cenar y que se preocuparían de no verla llegar.

Uno a uno los empleados se fueron retirando, solo quedaban Valeria y el jefe, cada uno en su oficina. Valeria escuchaba como el jefe seguía hablando por teléfono sin parecer dejar la fábrica.

En un momento, harta de esperar, agarró su abrigo y su cartera y fue a llevarle un café al jefe y le dijo:

-Señor, son las 20 hs y usted no me paga las horas extras, así que me retiro.

El jefe la miró con disgusto mientras tapaba el auricular del teléfono:

-Te quedás acá.

Sin detenerse Valeria se dirigió resueltamente hacia la puerta de la fábrica. Atravesó la sala de las dulceras y el office, salió al patio y saludó al enorme dogo con una caricia.

El jefe la alcanzó y cuándo estaba por poner la llave en la cerradura del portón la agarró del brazo:

-¿Quien te crees que sos, puta? Te vas si yo quiero, te vas a quedar acá, ¡pelotuda!

-¡Suélteme! Le dijo Valeria sacudiendo su brazo.

El hombre la agarró del pelo, la aplastó con su cuerpo contra la pared y le dijo al oído:

-Te dije que te quedás, conchuda.

En ese momento el perro le saltó al brazo y tironeó para alejarlo de Valeria.

-¡Ahhh! ¡Decile al perro que me suelte!

-No, contestó Valeria. Y mirando el perro le dijo: despacito.

El dogo saltó al cuello del hombre y lo degolló con la misma fuerza con que se le prendían a los jabalíes en su norte natal. El hombre empezó a gritar desesperado, mientras el perro le sacudía tranquilamente el cuello como si hubiera sido un muñeco de trapo, con la boca bañada en sangre sin nunca soltar su presa.

Ella lo miró, inmóvil contra la pared, lo dejó terminar su tarea y luego lo llamó con dulzura:

-Vení, Máximus.

El dogo, como si fuera un cachorro inocente, se acurrucó a los pies de Valeria.

-Muy bien. Sabía que alguna vez me serviría lo que te enseñé. Vamos, que no podés quedarte acá o te van a sacrificar.

Dejó atrás la fábrica con la puerta abierta y subió al perro a su auto.

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