Desamores
Lucrecia contempló su cocina en esa mañana de domingo y sonrió satisfecha. “Perfecto”, se dijo a sí misma. Luego pasó el dedo por las hornallas, los azulejos de atrás de la cocina y las mesadas, comprobando que no quedaba ni un rastro de grasa. “Un espejo, parece”.
Comprobó las manijas de los muebles y los costados de la heladera, el fondo de los cajones y abajo del vajillero. Todo estaba reluciente, y solo eran las siete y media de la mañana. Fue a levantar a su marido Antonio y a sus hijos Lucas y Sofía y los llamó a desayunar.
Orgullosa, contempló el brillo de las tazas, la tetera con motivos azules a tono con las guardas bordadas por ella en el mantel y las servilletas. Miró como su marido y sus hijos se sentaban dormidos, en la mesa a desayunar y la ternura la invadió. Les sirvió leche, le puso manteca al pan y todo estaba en su sitio, cuando una voz la distrajo.
-El café está mal colado, dijo su esposo. No te ofendas, agregó.
Antonio era un eximio degustador de café, vino y comidas en general. Su trabajo de gastronómico le había permitido desarrollar un paladar muy exigente.
-Lo siento, dijo Lucrecia.
-No importa, hacés lo que podés, pasa que hay que usar la cafetera italiana, no la de embolo.
-Sí, claro, lo olvidé, dijo ella, algo fastidiada.
Traéme el dulce de leche, má, dijo Lucas, sin mirarla.
-Vamos que llegamos tarde, dijo Antonio. Los chicos y él tomaron las cosas de futbol y de patín, y se subieron al auto.
-¡Volvemos para la comida! Dijo Antonio con una seña de la mano.
Lucrecia se dispuso a levantar la mesa y lavar los platos. Luego se dedicó a su jardín, donde recortó todas las hojas feas de las acelgas y lechugas, y ató las tomateras para que no desbordaran del cantero. Luego cortó el pasto, pasó el rastrillo con cuidado, y recortó los jazmines y los cercos de ligustrina, hasta que todo quedó brillante y ordenado como el amanecer del mundo.
-Perfecto, dijo con un suspiro de satisfacción.
Finalmente se dirigió a la mesada donde empezó a preparar el cerdo agridulce que tanto les gustaba. Para eso peló y cortó el ananá en rebanadas y lo caramelizó con un poco de azúcar y ron. Seguido a eso preparó un sofrito en el que selló la carne de cerdo y la dispuso en la fuente de horno con el arroz alrededor, el caldo, el vasito de ron y sobre el cerdo las rodajas de ananá
y lo puso en el horno a fuego muy suave.
Mientras cocinaba, recordó su infancia, las comidas de su abuela Elvira cuando su madre la dejaba con ella para irse con algún amante nuevo, y quedaba por días al cuidado de la anciana enferma. Recordó cómo le gustaba a su abuela el cerdo con ananá y la complicidad que había entre ellas cuando lo preparaban.
Fue hacia la heladera y desmoldó el budín que había preparado muy temprano y lo bañó con glaseado de chocolate, después tomó un puñado de nueces que fileteó con detalle formando una cresta en el centro del budín. Lo miró dichosa y lo guardó en la despensa bajo la campana para tortas.
Preparó la mesa, combinando los impecables manteles y servilletas con los individuales bordados de guardas de hojas, en punto relleno y florcitas en nudo francés, que ella misma había bordado en previsión de su casamiento cuando eran novios con Antonio.
Sonaron las campanadas de las doce en el reloj de la cocina-comedor y lo miró y dijo “justo a tiempo”. Unos instantes después Antonio y los chicos entraron, tirando el bolso, sacándose las zapatillas llenas de barro y dejándolas tiradas al lado de la puerta y sin saludar se sentaron en la mesa.
Lucrecia se acercó con la fuente a la mesa, una sonrisa de sus blanquísimos dientes clavada en los labios, girando alrededor de ellos para servirlos.
-¡Puaj! ¿Otra vez? Dijeron al unísono Sofía y Lucas.
-Lucrecia, no es que quiera molestarte, pero porqué te empeñas en hacer ese plato que no le gusta a nadie? Hubieras hecho bife con puré, que es más a tu altura.
-A mí me gusta el cerdo agridulce, dijo Lucrecia, pálida, con hilo de voz.
-Es un asco mamá, dijeron los chicos, y dejaron el plato intacto.
Lucrecia los miraba con la sonrisa un poco torcida y unas gotas de sudor perlaron en su frente. Antonio se levantó limpiándose con la servilleta bordada.
-No te preocupes, me encargo yo, le dijo, les voy a preparar rápido unas hamburguesas.
Lucrecia sintió un frío por la espalda.
-Hamburguesas? Dijo incrédula.
-No te enojes, pero es para hacer algo rápido que esté rico.
Lucrecia sintió como la sangre le latía en las sienes, como su corazón golpeaba en su pecho y se le retorcía el hígado de bronca.
Comió en silencio, sola, el cerdo agridulce en la mesa desierta mientras Sofía y Lucas charlaban con su padre frente al anafe, esperando a las hamburguesas.
Cuando Lucrecia terminó de comer, llegó Antonio con la fuente de hamburguesas y se las comieron sobre el precioso mantel bordado y los platos de porcelana, manchando todo de kétchup y jugo de carne. Lucrecia sintió un sofoco y se agarró de la mesada para no tambalear.
-Lucrecia, el café, le dijo su marido en medio de una risotada con los dedos embadurnados de huevo y salsa.
Lucrecia, mareada, preparó la cafetera italiana, y la puso a hervir. Parada frente a la cocina, Lucrecia oía como se reían y masticaban ruidosamente y ese ruido se le mezclaba con los borbotones de la cafetera, hasta sumergir su mente. Se recobró, respiró hondo y preparó la bandeja de café a la mesa con el budín de chocolate. Le sirvió a su marido una buena rebanada y una taza de café humeante. Antonio lo probó y acotó:
-Ese budín se te pasó, dijo con voz pausada.
Lucrecia se giró hacia él como si la hubiera picado una avispa.
-No está tan mal, discúlpame, pero está un poco seco, remarcó. Llevándose la taza de café a los labios.
El latido en las sienes aumentaba de nuevo, el calor le subía por el cuerpo contrastando con el escalofrío que le recorrió la espalda.
-Le apretaste mucho el café, le dijo.
En ese momento Lucrecia vio lucecitas de colores ante sus ojos, lo miró, sonrió y le dijo:
-Lo siento, querido.
Y tomando el cuchillo de las tortas le abrió la garganta en dos. Antonio cayó hacia atrás, Lucas y Sofía pegaron un grito de espanto mientras la sangre brotaba en un chorro continuo y viscoso, manchando el mantel bordado, las sillas y los calcáreos del piso. Lucrecia volvió en sí, tomó a Lucas del brazo y lo degolló con la rapidez de un carnicero. Sofía intentó escapar, pero la retuvo,y le cortó la garganta con el mismo cuchillo que había usado con los otros. Luego la dejó caer en el suelo, junto a su hermano.
Lucrecia se quedó un momento quieta para recobrar el aire. Se sentó en la otra punta de la mesa, lejos del charco de sangre y se sirvió un café. Lo probó y dijo “perfecto”. Probó el budín y lo saboreó como nunca antes, felicitándose para sus adentros de la calidad del glaseado.
Después fue arrastrando los cuerpos al jardín y tomando la pala hizo un pozo no muy profundo pero largo donde cabían los tres apretadamente. Los cubrió con tierra, haciendo una lomada y cortó ramas de geranios que plantó en la tierra removida. Se dirigió a la cocina-comedor y limpió los charcos de sangre brillante, juntó los platos ensangrentados y los lavó, tomó los manteles teñidos de rojo y los puso en la lavadora con el quitamanchas Limpiamás que tan buen resultado daba, hasta que dejó todo reluciente como el primer día. Cuando estaba terminando, sonó el teléfono:
-¿Sí? Hola Carolina, si, me acuerdo que venías con tu hermana Liliana, si, a las 17 horas, claro.
Colgó, puso un mantel bordado de mariposas y flores amarillas en punto cadena, y puso la tetera a tono y las tazas de loza con lunares amarillos, el budín restante y el jarrito de la leche.
Las dos amigas llegaron puntuales a las 17, pasaron la pesada puerta de hierro verde, cruzaron el jardín caminando delante del macizo de geranios y entraron a la cocina-comedor.
-Que hermosa que está tu casa, le dijo Carolina al entrar, huele a limpio.
-Tu casa es un sueño, Lucrecia, le dijo Liliana.
Lucrecia sonrió con satisfacción.
-¿Y tu marido? ¿Y los chicos?
-Se fueron a comer hamburguesas y al cine, dijo Lucrecia con aplomo, volverán tarde.
-¿Hamburguesas? ¿Con lo rico que cocinás vos! Dijo Carolina. Lucrecia sonrió complacida.
-Servite budín, les ofreció Lucrecia.
-Budín de chocolate, ¡que rico! Dijo Carolina.
-Ay, pero mí no me gustan las nueces, dijo Liliana.
Carolina miró a Lucrecia y luego a Liliana, que comía despreocupadamente. Un destello brilló en la sonrisa carnicera de Lucrecia, que sin hacer ruido se guardó la cuchilla de la torta debajo de la mesa.
amo este tipo de cuantos,mucho animo!